domingo, 17 de septiembre de 2017

20 años escribiendo

Empecé a escribir cuando tenía diecinueve, una noche al volver de la facultad, mientras esperaba el segundo colectivo que me llevaría a casa. En aquella época estudiaba ingeniería, primero en electrónica (siguiendo la línea natural de mis estudios secundarios) y luego en sistemas. De esta última carrera obtendría el título de Analista; y dejaría ahí, ya convencido de que mi lugar en el mundo no era ése. Trabajaría como programador de computadoras por más de diez años, para consultoras y empresas de todos los tamaños y estructuras, y me preguntaría sin complacencias, metiendo prolijamente el dedo en la llaga (cada vez más hondo), ¿qué diablos estoy haciendo acá?

Pero volviendo a mi primer contacto con la palabra escrita (aunque más que escrita debiera decir recitada, repetida mil veces en un susurro, antes de que me decidiera a volcarla en un pedazo de papel), contaba que fue una noche, no recuerdo si de calor o de frío, tampoco sé si había gente a mi alrededor, mirándome como a un loco entusiasmado y poseído, en el fervor descubierto de una plegaria inaugural.

Lo que sí sé es que anhelaba entonces el amor. Había escuchado de él, había visto a la distancia, lo había intuido en el roce de una piel que se le parecía un poco. Pero nada más. No comprobaba aún la fortuna de mantenerme en vilo una madrugada, de decir desesperadamente el nombre de una chica como si contara ovejas, tratando en vano de pegar un ojo. No conocía siquiera los deleites del amor trunco, las contradicciones de no poder olvidar por amor y de tener que hacer un duelo angustiante y prodigioso, antes de sentirme listo para volver a amar.

En eso estaba aquella noche, ignorándolo todo, y así canté al amor desconocido y esperado. Exageré (como dicen que hacemos los poetas) un título para ese texto: Eterna soledad.

Los diez años siguientes escribiría poesía. Algunas veces muy mal, y otras un poco mejor. Aprendiendo en el camino. Mecharía ciertos relatos cortos y reflexiones que, sin embargo, no encontrarían nunca lugar en libro publicado. Me sentaría sin éxito a escribir novela.

Una mañana, creo, ya iniciada la segunda década, mientras movía los dedos sobre la misma netbook que en este momento machaco, me sorprendí garabateando unos cuentos de familia desde la voz de Toba, ese buen perro que me miraba a los ojos, como diciéndome dale, te doy permiso para que hables por mí; pero no me dejes en ridículo, reclamaba, cosa que lamentablemente (para él) no quise cumplir. Estos cuentos crecerían, dando lugar a mis primeros libros para chicos, y me pedirían que invitáramos a Fuz, el líder de los gatos de la casa, para que pudiera hacer su descargo sobre tantas barbaridades que, según él, Toba había pronunciado.

Soy un nene. Cuando escribo para nenes soy un nene. Lo disfruto. Lo demás viene después.

También en la segunda década hallaría la manera de escribir novela. Me plantearía una historia general, a grandes rasgos, que me permitiría seguir un hilo. La forma de recordar lo que llevaba escrito, y de no tener que volver a leerlo cada vez, sería por medio de unos dibujos muy simples: unos muñecos trazados con palitos, de esos que hacíamos en la escuela, personificando las escenas más relevantes del libro. En no más de una o dos hojas tendría todo el argumento dibujado: lo escrito y lo pendiente de escribir.

Estaban dadas las condiciones para armar la historia, el esquema, la parte rígida (aunque algunos planteos iniciales podrían ajustarse durante la marcha). Aún así, vendría después la libertad de la página en blanco: me dejaría crear en ese momento según mis propias necesidades, intentando volar lo más posible, sintiéndome conectado con el Todo, con el Universo (acá me pongo místico), aunque el disparador hubiera sido la línea argumental.

Además me di cuenta de que me sentaba mejor saltear páginas. Aprovechar las ganas del momento. Ir al final un día, volver al siguiente, ir al medio, otra vez al principio, otra vez al final. Construir desde el caos de la intuición, pero regido al mismo tiempo por esos dibujitos salvadores que me ordenaban la historia.

Así fue, así conseguí completar un par de novelas. Una de ellas, publicada. La otra, esperando su turno, en proceso lento y minucioso de corrección.

Hoy, en mis treinta y nueve años, sigo aprendiendo (como cualquier persona lo hace cada día) mientras escribo.