Ya para entonces tenía la costumbre y el gusto de encontrarme siempre leyendo un libro. Terminaba uno y empezaba el siguiente. Mis espacios de lectura eran fundamentalmente los viajes (colectivos, trenes, subtes) y lo siguen siendo. Los géneros eran variados: poesía, novela, cuento, ensayo, lo que fuera. Se trataba sólo de indagar, de mirar el mundo de una manera distinta.
A pesar de que leía de todo por igual, era la poesía la que me llegaba más hondo. Andaba por las calles rumiando versos. Parecería un desquiciado, seguramente, pero poco me importaba. Conseguía arrancarme por un rato de la timidez habitual y de las miradas ajenas. Era otro, y era yo mismo.
Esa noche los versos repetidos comenzaron a transformarse. Se hicieron nuevos, diferentes. Se hicieron míos. Llegó entonces mi primer poema, que se escribió primero en la parada del colectivo y continuó luego escribiéndose durante el viaje (allí sí con papel y lápiz), y me hizo sentir feliz de un modo que hasta ahora no conocía.
Ese poema me descubrió melancólico y abandonado, sin motivo quizá, y me mostró también ansioso por el amor que aguardaba. Ese poema es el que dejo a continuación:
Eterna soledad
Inmensa soledad que me sostienes
olvídate de mí
por un momento,
abandona a este pobre corazón
y libera el alma mía
de tu densa
y abrumadora niebla.
No conoces el sabor de la derrota,
te alza imponente frente a mí,
oscureces los sueños más brillantes
y empañas
los delicados cristales del sentimiento.
Pero no todo duerme bajo tu manto.
Hay algo que no consigues amarrar:
un breve pero profundo deseo,
un suspiro nuevo
y el inevitable nacimiento del amor.
Alejandro Laurenza
del libro “Silencios de un Mundo”