sábado, 12 de octubre de 2013

Encuentros (VI)

Cosas que pasan en la calle, en relación a los libros.

VI

El tipo se hace el canchero. Hace treinta y cinco años que tengo librería, dispara, y ya no pago más por adelantado, estoy viejo para eso. Ni a vos ni a Planeta, concluye.

Planeta, argumento en vano yo, tiene el capital suficiente para consignar libros por toda la ciudad. Aunque me quedo corto: consigna en la ciudad, en la provincia, en el país, en el mundo.

Paciencia, me alentaré más tarde, no todos los encuentros pueden ser placenteros, el próximo será mejor.

jueves, 3 de octubre de 2013

La doctora Cole

Estoy leyendo La doctora Cole, de Noah Gordon, el tercer y último libro de una saga familiar que comienza con El médico, situado en la edad media y del que ya hablé en este mismo espacio. Chamán, desarrollado en el sigo XIX, constituye el eslabón intermedio.

Aunque La doctora Cole es un tanto más flojo que los anteriores, no deja de ser un buen libro. Sin embargo, lo que motiva esta entrada no es una estricta valoración literaria (siempre subjetiva, por cierto) sino la extracción de un párrafo que consiguió sorprenderme por su implacable actualidad.

Mientras a Obama le rechazan el presupuesto, y le cierran la administración pública, por atreverse a reformar el sistema de salud estadounidense, dando cobertura a todos los ciudadanos, esto decía Gordon a través del pensamiento de sus personajes, hace casi veinte años, en una historia que transcurre durante la presidencia de Bill Clinton.

Fue una experiencia frustrante. Todo el mundo reconocía que el sistema nacional de asistencia sanitaria era ineficaz, elitista y demasiado caro. El plan más sencillo, y el más eficiente en proporción al coste, era el sistema utilizado por otras naciones desarrolladas: el Gobierno cobraba impuestos y pagaba la asistencia a todos los ciudadanos. Pero aunque el capitalismo norteamericano proporciona los mejores aspectos de la democracia, también proporciona los peores, entre otros los cabilderos a sueldo que ejercen enormes presiones sobre el Congreso para proteger los pingües beneficios de la industria de la salud. El inmenso ejército de cabilderos representaba a compañías de seguros privadas, clínicas, hospitales, la industria farmacéutica, grupos de médicos, sindicatos de empleados, asociaciones profesionales, grupos que querían el aborto gratuito, grupos que se oponían al aborto, ciudadanos de la tercera edad.

La lucha por el dinero era sucia y mezquina, y no resultaba agradable contemplarla. Algunos republicanos reconocían que querían torpedear el proyecto de ley de asistencia sanitaria porque, si se aprobaba, favorecería la reelección del presidente. Otros republicanos se declaraban partidarios de la asistencia médica universal, pero prometían luchar a muerte contra cualquier aumento en los impuestos y contra todo intento de que los empresarios financiaran el seguro médico. Algunos demócratas que se presentaban a la reelección y dependían de la ayuda económica de los cabilderos, hablaban exactamente como los republicanos.



—¿Qué va a ocurrir, Gwen?
—Que al final, a fuerza de errores, acabarán montando un sistema viable, después de años y años de tiempo perdido, de salud perdida, de vidas perdidas. Pero el mero hecho de que Bill Clinton haya tenido el valor de hacerles enfrentarse al problema ya ha empezado a cambiar las cosas.