En lo que a mí respecta, fui leyendo varios de sus libros (aunque aún me queda mucho por leer), siendo El libro de los abrazos el que me marcó más profundamente. Lo recorrí desde el principio hasta el fin en más de una ocasión, y hoy lo tengo en la biblioteca y lo busco de vez en cuando, y no deja de asombrarme cuando lo leo, abriéndolo al azar como si de poemas se tratara.
Si alguna vez quisieran regalar un libro, y no estuvieran muy seguros de cuál podría ser, les recomiendo que lo tengan en cuenta, porque es un libro disfrute, un libro sueños, pero fundamentalmente es un libro aprendizaje, y eso es lo maravilloso.
Leamos juntos ahora algunas de las breves historias que lo conforman:
La función del arte
Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla. Viajaron al sur. Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando.
Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño se quedó mudo de hermosura.
Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre: –¡Ayúdame a mirar!
Eduardo Galeano
de “El libro de los abrazos”
El miedo
Una mañana, nos regalaron un conejo de Indias. Llegó a casa enjaulado. Al mediodía, le abrí la puerta de la jaula.
Volví a casa al anochecer y lo encontré tal como lo había dejado: jaula adentro, pegado a los barrotes, temblando del susto de la libertad.
Eduardo Galeano
de “El libro de los abrazos”
El Estado en América Latina
Hace ya unos años, añares, que el coronel Amen me lo contó.
Resulta que a un soldado le llegó la orden de cambiar de cuartel. Por un año lo mandaron a otro destino, en algún cuartel de frontera, porque el Superior Gobierno del Uruguay había contraído una de sus periódicas fiebres de guerra al contrabando.
Al irse, el soldado le dejó su mujer y otras pertenencias al mejor amigo, para que se las tuviera en custodia.
Al año, volvió. Y se encontró con que el mejor amigo, también soldado, no le quería entregar la mujer. No había problema en devolver las demás cosas; pero la mujer, no. El litigio iba a resolverse mediante el veredicto del cuchillo, en duelo criollo, cuando el coronel Amen paró la mano:
–Que se expliquen –exigió.
–Esa mujer es mía –dijo el ausentado.
–¿De él? Habrá sido. Pero ya no es –dijo el otro.
–Razones –dijo el coronel.
Y el usurpador razonó:
–Pero coronel, ¿cómo se la voy a devolver? ¡Con lo que ha sufrido la pobre! Si viera coronel cómo la trataba ese animal... la trataba, coronel... ¡como si fuera del Estado!
Eduardo Galeano
de “El libro de los abrazos”