IX
—Ese libro lo conozco —dice el muchacho al otro lado del vidrio, en la boletería del tren—. Lo tiene mi nene. Le gustó mucho.
Estación Carupá. En la ventanilla se refleja mi rostro y un recorte de la tapa de Los cuentos de Toba. De los gestos del muchacho ni noticias, pero adivino una risa en la inflexión de su voz.
—¿Tenés el otro? —continúa.
—No, está agotado. Pero te puedo mostrar un libro de poesía o una novela, si querés.
—Me gustaría, pero no tengo plata ahora. Mejor la próxima.
—Seguramente me demore en volver —advierto—. Mis tiempos son largos, de un año más o menos. Pero en la página web hay un mapita con los lugares donde se consiguen.
—¡Dale, me voy a fijar!
Me llevo el boleto. En diez o quince minutos arribará mi tren. Quedo sumido en pensamientos agradables.
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lunes, 27 de enero de 2014
Encuentros (IX)
Cosas que pasan en la calle, en relación a los libros.
lunes, 20 de enero de 2014
Encuentros (VIII)
Cosas que pasan en la calle, en relación a los libros.
VIII
Enterarte de que una nena se ríe sola mientras lee uno de tus libros, y la madre a su lado sin terminar de creerlo, y luego las dos en la librería intentando conseguir el anterior. Eso (eso de verdad) no tiene precio.
viernes, 10 de enero de 2014
Las noticias y el rating
Reflexionemos.
Las noticias y el rating
La ciudad es grande, inmensa, la habitamos de a millones. A todos nos pasan cosas mientras tanto: algunas sencillas, intrascendentes; otras hermosas, casi mágicas; de vez en cuando una de la que preferiríamos no hablar, horrible, de esas que le toca a uno en un millón (otra vez con los millones).
Después viene la tele, la radio, la prensa escrita. Hace una selección de las horribles, escarba entre las peores, se regocija. Hará un show. Competirá por el rating.
Te dirá que no salgas a la calle porque te violan, te matan, te saquean. Te dirá que no te quedes en casa porque se incendia, se inunda, te toman de rehén, o en el mejor de los casos se te corta la luz por veinte días y se terminan las velas en todos los negocios del barrio y las pilas y las linternas y los generadores eléctricos. Te dirá que tengas miedo, que tiembles, porque todo, todo esto junto y más, mucho más, te puede pasar a vos, y sólo a vos, hoy o mañana o cualquier día de estos.
¿Qué hacés entonces?, ¿te vas a vivir a una isla (¿me voy a vivir a una isla?)?, ¿te atrincherás (¿me atrinchero?)?, ¿te comprás un auto blindado (no llego a tanto)?, ¿o apagás un ratito la tele, la radio, la prensa escrita, y te dejás vivir (¿me dejo vivir?) como la vida venga?
Alejandro Laurenza
miércoles, 1 de enero de 2014
Tres años
Se cumplen tres años. Puedo decir ahora que vivo de mis libros. Falta holgura, es cierto. Aspiro a más, también es cierto. Pero me prometo trabajar para seguir creciendo.
Incontables veces fantaseé, mientras me dedicaba a otra cosa, mientras sostenía una profesión relativamente cómoda en lo económico pero que me hacía sentir vacío al fin de cada jornada, con rumbear el esfuerzo de mis manos (y de mi mente ¿por qué no?) hacia lugares distintos.
Me hundí en divagues imposibles. Me probé, en el espejo de la imaginación frondosa, una multitud de pieles ajenas a la mía, de profesiones más o menos cercanas o distantes. Ninguna me satisfizo.
Había que mirar sobre lo obvio, sobre lo que parecía descabellado pero aun así obvio. Había que tomar las pasiones (la literatura, las caminatas al aire libre, el cambio como regla y no como excepción) y volverlas redituables. Y, sin embargo, había también que mantenerse genuino: no vender al mejor postor la inalienable necesidad de decir.
Y en eso estamos. A veces se vuelve duro y nos alcanza el desaliento, como días atrás. Pero sobre la marcha supe convencerme (sigo convenciéndome) de que ninguna dificultad es demasiado grande cuando uno hace lo que de verdad desea, y de que hay que actuar más y conjeturar menos.
Incontables veces fantaseé, mientras me dedicaba a otra cosa, mientras sostenía una profesión relativamente cómoda en lo económico pero que me hacía sentir vacío al fin de cada jornada, con rumbear el esfuerzo de mis manos (y de mi mente ¿por qué no?) hacia lugares distintos.
Me hundí en divagues imposibles. Me probé, en el espejo de la imaginación frondosa, una multitud de pieles ajenas a la mía, de profesiones más o menos cercanas o distantes. Ninguna me satisfizo.
Había que mirar sobre lo obvio, sobre lo que parecía descabellado pero aun así obvio. Había que tomar las pasiones (la literatura, las caminatas al aire libre, el cambio como regla y no como excepción) y volverlas redituables. Y, sin embargo, había también que mantenerse genuino: no vender al mejor postor la inalienable necesidad de decir.
Y en eso estamos. A veces se vuelve duro y nos alcanza el desaliento, como días atrás. Pero sobre la marcha supe convencerme (sigo convenciéndome) de que ninguna dificultad es demasiado grande cuando uno hace lo que de verdad desea, y de que hay que actuar más y conjeturar menos.
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