Compartiré algunos pasajes, durante dos o tres entradas, que me resultaron particularmente significativos de la autobiografía de Gabriel García Márquez, Vivir para contarla. Allí se explaya, entre muchas otras cosas, acerca de la dificultad que supuso dedicarse a la literatura, habiendo abandonado su carrera universitaria, y recurriendo al periodismo como actividad principal para ganarse a duras penas la vida.
Desde el principio de la conversación me sentí ante el doctor con la misma edad que tenía cuando le hacía burlas por la ventana, de modo que me intimidó cuando se dirigió a mí con la seriedad y el afecto con que le hablaba a mi madre. Cuando era niño, en situaciones difíciles, trataba de disimular mi ofuscación con un parpadeo rápido y continuo. Aquel reflejo incontrolable me volvió de pronto cuando el doctor me miró. El calor se había vuelto insoportable. Permanecí al margen de la conversación por un rato, preguntándome cómo era posible que aquel anciano afable y nostálgico hubiera sido el terror de mi infancia. De pronto, al cabo de una larga pausa y por cualquier referencia banal, me miró con una sonrisa de abuelo.
—Así que tú eres el gran Gabito —me dijo—. ¿Qué estudias?
Disimulé la ofuscación con un recuento espectral de mis estudios: bachillerato completo y bien calificado en un internado oficial, dos años y unos meses de derecho caótico, periodismo empírico. Mi madre me escuchó y enseguida buscó el apoyo del doctor.
—Imagínese, compadre —dijo—, quiere ser escritor.
Al doctor le resplandecieron los ojos en el rostro.
—¡Qué maravilla, comadre! —dijo—. Es un regalo del cielo —Y se volvió hacia mí—: ¿Poesía?
—Novela y cuento —le dije, con el alma en un hilo. El se entusiasmó:
—¿Leíste Doña Bárbara?
—Por supuesto —le contesté—, y casi todo lo demás de Rómulo Gallegos.
....
—No sé cómo escribes —me dijo—, pero ya hablas como escritor.
Mi madre se apresuró a explicar la verdad: nadie se oponía a que fuera escritor, siempre que hiciera una carrera académica que me diera un piso firme. El doctor minimizó todo, y habló de la carrera de escritor. También él hubiera querido serlo, pero sus padres, con los mismos argumentos de ella, lo obligaron a estudiar medicina cuando no lograron que fuera militar.
—Pues mire usted, comadre —concluyó—. Médico soy, y aquí me tiene usted, sin saber cuántos de mis enfermos se han muerto por la voluntad de Dios y cuántos por mis medicinas.
Mi madre se sintió perdida.
—Lo peor —dijo— es que dejó de estudiar derecho después de tantos sacrificios que hicimos por sostenerlo.
Al doctor, por el contrario, le pareció la prueba espléndida de una vocación arrasadora: la única fuerza capaz de disputarle sus fueros al amor. Y en especial la vocación artística, la más misteriosa de todas, a la cual se consagra la vida íntegra sin esperar nada de ella.
—Es algo que se trae dentro desde que se nace y contrariarla es lo peor para la salud —dijo él. Y remató con una encantadora sonrisa de masón irredimible—: Así sea la vocación de cura.
Me quedé alucinado por la forma en que explicó lo que yo no había logrado nunca. Mi madre debió compartirlo, porque me contempló con un silencio lento, y se rindió a su suerte.
—¿Cuál será el mejor modo de decirle todo esto a tu papá? —me preguntó.
—Tal como acabamos de oírlo —le dije.
—No, así no dará resultado —dijo ella. Y al cabo de otra reflexión, concluyó—: Pero no te preocupes, ya encontraré una buena manera de decírselo.
Gabriel García Márquez
fragmentos del libro “Vivir para contarla”