sábado, 25 de junio de 2011

Ser escritor

Escritor es, a mi parecer, quien escribe con cierta frecuencia. Lo puede hacer bien, mal o regular, y no por eso deja de serlo. De la misma forma en que un albañil, un médico, un zapatero o un ingeniero conservan su denominación habitual más allá de las propias destrezas. ¿O diríamos que un médico que se equivoca en su diagnóstico, deja ser médico? No, lo seguiremos llamando así, aunque elijamos no atendernos con él.

Lo que sucede con la palabra escritor es que está sacralizada. Sólo nombrarla nos remite a los grandes de la literatura, a los geniales, a esos que el tiempo no puede borrar, a pesar de su corrosivo paso. O en su defecto a los que hoy, ahora, venden sus libros en cantidades inconcebibles, lo cual les da cierto aval y los pone al margen de su calidad manifiesta o no.

¿Y los que estamos en el medio? ¿Los que escribimos todos los días, o al menos de vez en cuando? ¿Qué somos? ¿Podemos aspirar a lo sagrado de la pabra escritor? No, a lo sagrado no. Pero si le plumereamos ese resplandor celestial, y la bajamos concienzudamente hasta la tierra, como tantas otras ocupaciones que andan dando vueltas, podremos quizá establecernos en ella con algo menos de incomodidad, y sin tantas cuentas para rendir y rendirnos.

Dicho esto, no puedo olvidar que en realidad nada somos. Ingeniero o zapatero o escritor, será siempre algo circunstancial: lo que ahora hacemos, lo que decidimos hacer. Decir soy, somos, es puro encasillamiento, es fijación de límites innecesarios; justificables apenas por las necesidades de la comunicación.

martes, 21 de junio de 2011

Difusión

A veces se me da por buscar en internet, o en la vida real incluso, ideas para vender mis libros. Intento dar con personas que se encuentren emprendiendo un camino similar. Sin embargo, no son muchas las ocasiones en que llego a buen puerto.

Termino aceptando que la forma en que estoy encarando mi carrera literaria, por llamarlo de alguna manera, tiene bastante de novedosa. Y, si bien se disfruta del sabor de lo distinto, me deja también desconcertado por momentos: sin saber hacia adónde ir, haciendo marchas y contramarchas para tratar de descubrir lo que funciona y lo que no.

Entonces me digo: está bien, habrá que buscar por otro lado, habrá que transportar lo que otros hacen en sus negocios hasta el mío (sí, olvidando el romanticismo, vender los propios libros es también un negocio), habrá que andar con los ojos abiertos.

Y sigo buscando, y me encuentro de repente con el siguiente diálogo en el libro Hija de la fortuna de Isabel Allende:
─Si le va bien con el jarabe, recomiende mis servicios a sus amigos ─le pidió Tao Chi’en
─Si le va bien con mi tatuaje, haga lo mismo ─replicó el artista.

Y me pregunto: ¿por qué no pedir algo parecido? Y preparo entonces, sin pensar demasiado, señaladores (poco más de cien para empezar), y los pongo dentro de los libros que voy a vender, para que luego mis lectores se encuentren con el siguiente texto:
Como seguramente saben, la tarea del escritor independiente no es cosa sencilla. Si luego de leer este libro les queda la sensación de que merece mínimamente la pena, les pido, abusando de su confianza, que me ayuden en la difusión: recomendándoselo a otras personas. Pueden contactarme a través de mi página de internet. :-)

Veremos ahora qué sucede. Y seguiremos aprendiendo, por supuesto.

sábado, 11 de junio de 2011

Tú me quieres blanca

Creo en la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, y por consiguiente de obligaciones, de manera absoluta, sin reparos. Incluso la caballerosidad es, a mi juicio, una forma elegante de desigualar, de ejercer supremacía por un lado y de aceptarla convenientemente por el otro. Cosa distinta es la gentileza, que sucede entre dos personas sin distinción de género.

Dejo ahora un poema de Alfonsina Storni. Toda una precursora, ¿verdad?

Tú me quieres blanca

Tú me quieres alba,
me quieres de espuma,
me quieres de nácar.
Que sea azucena
sobre todas, casta.
De perfume tenue.
Corola cerrada.

Ni un rayo de luna
filtrado me haya.
Ni una margarita
se diga mi hermana.
Tú me quieres nívea,
tú me quieres blanca,
tú me quieres alba.

Tú que hubiste todas
las copas a mano,
de frutos y mieles
los labios morados.
Tú que en el banquete
cubierto de pámpanos
dejaste las carnes
festejando a Baco.
Tú que en los jardines
negros del engaño
vestido de rojo
corriste al estrago.

Tú que el esqueleto
conservas intacto
no sé todavía
por cuáles milagros,
me pretendes blanca
(Dios te lo perdone),
me pretendes casta
(Dios te lo perdone),
¡me pretendes alba!

Huye hacia los bosques;
vete a las montañas;
límpiate la boca;
vive en las cabañas;
toca con las manos
la tierra mojada;
alimenta el cuerpo
con raíz amarga;
bebe de las rocas;
duerme sobre escarcha;
renueva los tejidos
con salitre y agua.

Habla con los pájaros
y lévate al alba.
Y cuando las carnes
te sean tornadas,
y cuando hayas puesto
en ellas el alma
que por las alcobas
se quedó enredada,
entonces, buen hombre,
preténdeme blanca,
preténdeme nívea,
preténdeme casta.

Alfonsina Storni
del libro “El dulce daño” (1918)