Al momento de despedirnos me da la mano. La tengo ocupada con algo a priori invisible. Giro la otra, la izquierda, dejando los libros que sujeto con ella en posición horizontal, a modo de mesita flotante, y descargo ahí el contenido de la mano derecha.
Es mi piedrita de la suerte, digo mientras ahora sí le devuelvo el saludo. Una de las tantas, agrego después. El muchacho la mira, se ríe. ¿Funciona?, pregunta.
Lo dudo un segundo. No sé, respondo entonces, creo que sí.
Enseguida descubro en voz alta, compartida: para tener suerte uno tiene que creer que va a tener suerte, y en ese sentido la piedrita me suma, me ayuda a creer.
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