domingo, 29 de mayo de 2011

No tengo tiempo para leer

Cuántas veces escuchamos la consabida excusa no tengo tiempo para leer, y respondemos, condescendientes, claro, demasiadas ocupaciones.

Soy de los que piensan que siempre tenemos tiempo para todo, para lo que sea, y elegimos entonces (de manera consciente o no) en qué utilizamos esa inmensidad disponible. Hasta que nos visite la parca tendremos tiempo. Después no.

Ojo, también creo que no hay obligaciones de leer, más allá del valor que para mí tiene la lectura, los libros. A una persona puede no gustarle, puede parecerle irrelevante, o aburrirle espantosamente, y no será juzgado por ello.

Lo que nunca tendrá valor de verdad es que el tiempo le falta: decide no asignarlo, prioriza otras cosas, no se hace el tiempo; y sigue estando todo bien.

sábado, 21 de mayo de 2011

2000

Paso a paso. Persona a persona. Esta semana logré vender mi libro número dos mil.

Poco tiempo hace (dos años, o tres) llegué a una conclusión por demás obvia, de esas que se dicen fácilmente, pero cuya internalización (osea de la boca para adentro) es menos sencilla.

Por un lado está la chispa, el trabajo de la creación (sea la actividad que fuere, artística o no), en el que pondremos todo nuestro empeño y capacidad; a veces más, a veces menos, cada cual tiene sus límites. Y por otro lado, y más importante aún, está la constancia, la perseverancia, o como tengamos ganas de llamarle.

Esta última, en definitiva, lo será todo. Habrá excepciones, claro, pero nunca fui afecto a los juegos de azar. Nunca confié en la Cenicienta. Y, como no confío, hago lo único que se me ocurre: voy paso a paso, persona a persona.

domingo, 15 de mayo de 2011

Vender en invierno (II)

Algo más de un año transcurrió desde que pidiera ayuda, ideas, lo que fuera, para vender mis libros en invierno. El mensaje era sencillo: podía vender en plazas durante la primavera y el verano, pero ni bien comenzaba a hacer frío, me quedaba sin campo de acción. ¿Y cómo iba a hacer entonces para vivir de la literatura?

Las propuestas recibidas fueron varias: crearme una cuenta en Facebook, ir a estaciones de trenes, visitar shoppings, escuelas, bares, cines, eventos culturales.

En fin, para todos los gustos. Y, como decía en aquel momento, cada una podía funcionar, además, como posible disparador de nuevas ideas. Sabemos que éstas suelen llegar sobre la marcha, mientras estamos trabajando: y así fue.

Un día salí a la calle para ofrecer mis libros puerta a puerta, casa a casa. Las esperanzas no eran muchas por esto de la inseguridad, y del miedo que a veces tenemos de abrirle a desconocidos. Pero bueno, como suelo creer, lo que no se intenta no se consigue (y encima nos quedamos con la duda de si podría haber funcionado).

Pocos me contestaban el timbre, y los que lo hacían sólo atinaban a decirme que no estaban interesados. ¿Cómo seguir entonces?, ¿hacia dónde? Caminé varias cuadras sin ningún resultado. Hasta que en un momento llegué a un negocio de venta al público, no recuerdo de qué rubro (almacén, panadería, ferretería; da igual), y pensé ¿por qué no?

Ahí estaba la clave. Cambié en un momento la idea original. En lugar de ofrecer mis libros casa a casa, lo haría negocio a negocio. Y pude comprobar que de esa forma era bien recibido, y hasta me compraban de vez en cuando.

Ahora, que es otoño en esta parte del mundo, salgo cada día a un barrio diferente. Mochila al hombro, algunos libros en la mano, y el agradecimiento en el rostro por estar haciendo lo que me gusta.

Y, lo que es sorprendente, ¡vendo bastante más de esta manera, que durante el verano en las plazas y parques! ¿Quién lo iba a decir?

domingo, 1 de mayo de 2011

La casa de Quiroga


Horacio Quiroga. Uruguayo de nacimiento y misionero por adopción. Considerado por muchos el mejor cuentista latinoamericano. Autor, entre otras obras, del famoso decálogo del perfecto cuentista. Marcado por la tragedia y los suicidios, hasta llegar un día al propio. Siempre al borde de la razón, haciendo equilibrio para no caerse.

Debí visitar su casa para leer luego sus Cuentos de amor de locura y de muerte, que me aguardaban desde hacía tiempo en la biblioteca. Sólo su novela Pasado amor había recorrido hasta entonces. No sé, una de esas cosas impostargables que, aún así, a veces se demoran.


Andar hoy entre el cañaveral hasta llegar a lo que fue su morada, en San Ignacio, Misiones por su puesto, nos obliga a pensar en el pasado, nos transporta.

¿Cómo era la vida entonces, cuando todo costaba más, cuando la selva era más selva, y los caminos menos caminos? ¿Cómo un hombre que podía elegir cualquier sitio donde vivir (más cómodo, más fácil) decide establecerse allí, y lleva a su esposa, y tienen hijos, y ella un día se mata (cansada de querer irse y no poder), y entonces él se muda a Buenos Aires, y años más tarde se vuelve a casar y nace otra hija, y regresa con ellas a aquel paraje, hasta que ambas lo abandonan (cansadas también de querer irse), y él queda solo, presa de un cancer de próstata que lo va acabando poco a poco, hasta que no puede más y se deja viajar nuevamente a Buenos Aires para que lo traten, y para poner luego, él mismo, el último punto a su historia?

Pero esta entrada no tiene pretensiones biográficas, ni mucho menos de repaso de una obra literaria que apenas comienzo a conocer. Sólo quiere mostrar el sitio que enamoró a Quiroga, y marcó definitivamente su vida.


En la foto de arriba se puede ver una réplica de la que fue su primera casa. En la del centro se aprecia la segunda, original, construida por las manos del mismo Quiroga. En la última foto se ve el paisaje: ese que habrá saludado cada mañana al despertar, con el río Paraná allá abajo, y la costa de Paraguay al otro lado.