sábado, 22 de mayo de 2010

Yo me bajo en Atocha

Conocí a Joaquín Sabina de la mano de Fito Páez, luego de que hicieran juntos el disco Enemigos íntimos. Admiraba profundamente a Fito en aquella época, y esa breve unión (tan breve que no llegaría siquiera a la gira promocional del disco) me permitió ingresar en el mundo de Joaquín, en su poesía.

Fue una especie de mazazo que me obligaría a descubrir una tras otra sus canciones, saltando del presente al pasado, y otra vez al presente, de manera desordenada, caótica, producto de la intuición y del azar. Sólo con Charly García había experimentado, años antes, un trance parecido.

Me quedé prendado, así, de canciones como Más de cien mentiras, A la orilla de la chimenea, Tan joven y tan viejo, Peor para el sol, y tantas otras, que aún hoy consiguen sorprenderme y emocionarme. Pero el inicio, la razón de aquella búsqueda desenfrenada en la obra del cantautor español, debo atribuirlo a un tema de ese primer disco al que tuve acceso: Yo me bajo en Atocha.

Yo me bajo en Atocha está impregnada de una tristeza tan profunda y palpable, de tal desencanto, y a la vez de un amor tan incondicional (como todos los amores) por la ciudad de Madrid, que no me dejó más remedio que enamorarme también de ella, aunque no supiera mucho más que su nombre y ubicación geográfica.

Una década más tarde, recorrería sus calles junto a mi mujer, guiados por mapas y referencias turísticas, y al mismo tiempo por esa persistente melodía, que daba vueltas en mi cabeza, y repetía obstinadamente: “la primavera sabe que la espero en Madrid”.

Yo me bajo en Atocha (descargar mp3)

Con su boina calada, con sus guantes de seda,
su sirena varada, sus fiestas de guardar,
su vuelva usted mañana, su sálvese quien pueda,
su partidita de mus, su fulanita de tal.

Con su todo es ahora, con su nada es eterno,
con su rap y su chotis, con su okupa y su skin,
aunque muera el verano y tenga prisa el invierno
la primavera sabe que la espero en Madrid.

Con su otoño Velazquez, con su Torre Picasso,
su santo y su torero, su Atleti, su Borbón,
sus gordas de Botero, sus hoteles de paso,
Su taleguito de hash, sus abuelitos al sol.

Con su hoguera de nieve, su verbena y su duelo,
su dieciocho de julio, su catorce de abril.
A mitad de camino entre el infierno y el cielo...
yo me bajo en Atocha, yo me quedo en Madrid.

Aunque la noche delire como un pájaro en llamas,
aunque no dé a la gloria la Puerta de Alcalá,
aunque la maja desnuda cobre quince y la cama,
aunque la maja vestida no se deje besar.

Pasarela Cibeles, cárcel de Yeserías,
Puente de los Franceses, tascas de Chamberi,
ya no sueña aquel niño que soñó que escribía,
Corazón de María, no me dejes así...

Corte de los Milagros, Virgen de la Almudena,
chabolas de uralita, Palacio de Cristal,
con su "no pasarán" con sus "vivan las caenas",
su cementerio civil, su banda municipal.

He llorado en Venecia,
me he perdido en Manhattan,
he crecido en La Habana, he sido un paria en Paris,
México me atormenta, Buenos Aires me mata,
pero siempre hay un tren
que desemboca en Madrid.

Pero siempre hay un niño que envejece en Madrid,
pero siempre hay un coche que derrapa en Madrid,
pero siempre hay un fuego
que se enciende en Madrid,
pero siempre hay un barco que naufraga en Madrid,
pero siempre hay un sueño
que despierta en Madrid,
pero siempre hay un vuelo de regreso a Madrid.


Joaquín Sabina
del disco “Enemigos íntimos”

lunes, 17 de mayo de 2010

Vender en invierno

Varias veces conté que suelo vender mis libros en plazas y parques de Buenos Aires. Claro que también lo hago a través de kioscos de diarios y revistas, pero mi fuerte, hoy por hoy, siguen siendo las calles.

Además de que me va muy bien (la gente me recibe mejor de lo que se podría pensar a priori, y hasta me compra), siento que así hago lo que me gusta. Imaginen llevar sus propios libros en un bolsito, en el atardecer de un parque, hasta los posibles lectores, mientras ellos les convidan un mate o un vaso de gaseosa, para luego comentarles las primeras impresiones de las páginas leídas. Eso sin contar que a veces las caras, los gestos, una sonrisa de aprobación o un ceño fruncido, hablan mucho más que las palabras mismas.

Sin embargo, como también he dicho en otras entradas, este ejercicio dura lo que la calidez de la primavera y del verano. Luego poco puedo hacer (al menos hasta ahora). Cuando las temperaturas comienzan a bajar, la gente ya no se vuelca masivamente a las plazas. Sólo algunas personas se dejan ver, desperdigadas por ahí, pero no las suficientes para que los libros se vendan.

Y aquí es donde viene lo nuevo, o donde espero que venga, porque les pido a ustedes que me ayuden a encontrarlo. Si estuvieran en mi lugar, ¿cómo venderían sus libros en invierno? Y si estuvieran del otro lado, si fueran lectores potenciales, ¿dónde estarían más dispuestos a aceptar que un muchacho iluso y desvalido se acerque con sus libros bajo el brazo?

Todas las ideas son importantes, todas serán bienvenidas. Algunas podrán aplicarse directamente, mientras que otras servirán, tal vez, como divinas disparadoras de ideas nuevas.

sábado, 1 de mayo de 2010

Tras la crisis

Lo que viene ahora habla de crisis. No global, ni económica, ni política. Habla de crisis personal. Una crisis más palpable y devastadora, que, una vez instalada, admite sólo dos alternativas: esconder la cabeza como un topo, o elevarla definitivamente.

Tras la crisis


Otra vez me ilumino,
cicatriza veloz la desgarrada piel;
me hice nuevo,
un poco más fuerte ahora.

Superé la noche densa,
la obstinada angustia,
me reí en la cara
de mi engreída desesperación,
trabajé en las sombras,
limpié de llagas mi cuerpo,
y salí
a ver de frente la vida,
a saberme hombre
con todas las idas que ello implica,
y también las vueltas.

A pico y pala derrumbé los miedos,
sepulté prejuicios,
avancé en terrenos pantanosos,
me inundé de barro,
y llegué
al umbral de un camino inexplorado,
donde todo está por descubrirse;
y me siento inmenso,
me siento frágil,
me siento fiel
a mi propia conciencia.


Alejandro Laurenza
del libro Maldita Conciencia